3/3-Libro: “Falsa alarma. Por qué el pánico ante el cambio climático no salvará el planeta” (por Jan Doxrud)
¿Qué sucede con los países pobres? ¿Acaso puede, como los europeos, gastar miles de millones de dólares en subvenciones a la energía solar y eólica? El ministro de Energía de Sudárfrica, Gwede Mantashe, sentenció que la energía constituía el catalizador del crecimiento. Fue la industrialización y la quema de carbón lo que sacó a China de la pobreza, de manera que no se puede negar ese camino a las naciones africanas. Las buenas intenciones no son suficientes como fue el caso de Greenpeace que dotó de un microred de energía solar a la aldea de Dharnai (India). Sucedía que sus habitantes no tenían acceso a la red eléctrica nacional, por lo que la oferta de Greenpeace era lógicamente más que bienvenida.
Pero finalmente se impuso la realidad y sucedió que las baterías se agotaron rápidamente y no servían siquiera para poder cocinar. La consecuencia de esto fue las personas continuaron usando sus cocinas quemando madera o estiércol, lo cual contaminaba la casa y ponía en jaque la salud de la familia. Cuando el jefe ministro del Estado de Bihar, donde se localizaba la aldea, fue a la inauguración, los aldeanos demandaban “electricidad de verdad”. Afortunadamente Dharnai logró conectarse a la red nacional recibiendo así energía fiable. Greenpeace respondió en un artículo titulado “Dharnai: story of one solar village”, en donde se da a entender que no se puede generalizar a partir de un caso que fracasó.
Tenemos, pues, que se debe innovar, pero con el objetivo de crear formas eficientes y sostenibles en el tiempo de obtener y almacenar energía, así como disponer de esta cuando se necesite. No se puede depender de fuentes intermitentes (intermitencia nocturna y estacional) que no pueden satisfacer demandas y necesidad que no son intermitentes. En palabras de Lomborg:
“Gastar en exceso en malas políticas climáticas no solo implica un despilfarro de recursos. Conlleva también reducir el gasto en políticas climáticas eficaces y en las oportunidades que tenemos para mejorar la vida de miles de millones de personas, ahora y en el futuro”.
También se debe explorar, comenta el autor, otras alternativas que aun no son rentables como es el caso de la producción de biopetróleo a partir de algas. Como afirma el autor: “Como estas algas convierten luz solar y el dióxido de carbono en petróleo, la quema de ese petróleo no liberará nuevas cantidades de dióxido de carbono a la atmósfera”. Lomborg también destaca el fracking o “fracturación hidráulica” que ha tenido como consecuencia que el gas se vuelva más barato que el carbón. Como explica Lomborg:
“Y el detalle crucial reside en que el gas emite en torno a la mitad de dióxido de carbono que el carbón. El abaratamiento del gas frente al carbón ha motivado que gran parte de la producción eléctrica estadounidense reemplazara el carbón por el gas. Esta es la razón principal por la que Estados Unidos se ha convertido en la última década en el país del mundo que ha experimentado la mayor reducción de las emisiones de dióxido de carbono”.
El tercer camino que destaca es que debemos adaptarnos a los cambios, que es algo que la humanidad lleva haciendo desde hace siglos. Ahora bien, Lomborg asevera que esta no una palabra del agrado de ciertos activistas climáticos puesto que desviaría la atención de la reducción de las emisiones de dióxido de carbono. Pero el hecho es que el mundo cambia – más allá de lo climático – y el ser humano no puede adoptar la actitud de que sea el mundo el que se adapte a estos, de lo contrario hace mucho tiempo nos hubiésemos extinguido. Cuando el autor habla de adaptación se refiere a ejemplos tales como protección del borde costero, construcción de diques o la regeneración artificial de las mediante la reposición de arena.
La adaptación implica también que las normativas y regulaciones se adapten y asimismo, que se prohíba que las personas se asienten en zonas de alto riesgo y que se construyan viviendas con materiales menos inflamables. Lomborg cita el caso de la ciudad de Montecito que adoptó una serie de medidas para combatir los incendios: creación de espacios sin madera alrededor de las casas, sustituir arboles vulnerables ante el fuego por cactus, eliminación de vegetación de las orillas de las carreteras para evita la formación de “túneles de fuego” que afecta a quienes huyen por esta vía y, por último, reforzar las casas con material menos inflamable.
Otras medidas que pueden adoptarse para zonas urbanas es cubrir el asfalto oscuro con un revestimiento gris y frío que puede reducir uno 5,5°C la temperatura de esas superficies. De acuerdo con el autor, la tonalidad de cubiertas exteriores de edificios, así como la tonalidad de las carreteras pueden llegar a reducir las temperaturas estivales de California en 1,4°C, y en Nueva York en 1,8°C. Otras medidas adaptativas son la ampliación de los espacios verdes y capacitar a personal sanitario, por ejemplo, para enfrentar escenario tales como una ola de calor.
Un cuarto camino es el fomento de la investigación en materia de geoingeniería con el objetivo de “emular los procesos naturales para reducir la temperatura de la tierra”. Sin embargo, como señala el autor, cuando hablamos de manejar la temperatura a nuestro antojo, estamos entrando en un territorio desconocido. Si bien no es una política que se pueda implementar actualmente, merece la pena realizar investigaciones ya que podría constituir un “Plan B”.
Lomborg cita el caso de la erupción del volcán Pinatubo que tuvo como consecuencia la inyección de 15 millones de toneladas de dióxido de azufre, formando así una bruma en todo el planeta. La consecuencia de eso fue el enfriamiento de la superficie de la Tierra en torno a medio grado centígrado de media a lo largo de 18 meses, puesto que la neblina reflejó la luz solar incidente hacia el exterior. A partir de esto, Lomborg señala que los científicos admiten que se podría reproducir este efecto volcánico para enfriar la Tierra a un bajo coste. Pero tal poder del ser humano sobre la naturaleza no convence a todos, ta como comenta el autor:
“La modificación deliberada del clima para adaptarlo a las necesidades humanas ha sido considerada durante mucho tiempo como un anatema o, cuando menos, como el colmo de la arrogancia, por parte de la mayoría de los ecologistas. El clima es una de los sistemas más complejos que se puedan imaginar, y nos queda mucho para alcanzar un conocimiento pleno de su funcionamiento”.
El último y quinto camino señalado es tener en consideración que el cambio climático no es el único desafío mundial al que la humanidad se enfrenta. Por ejemplo, Lomborg cita una encuesta realizada por la ONU entre casi 10 millones de personas alrededor del mundo y que dejó en evidencia que el tema del clima estaba en último lugar. En el top 5 estaba la educación, salud, empleo, lucha contra la corrupción y nutrición. En los países más ricos donde la educación y la nutrición no son los grandes problemas, existe una mayor preocupación por temas relacionados con el cambio climático, pero entre los pobres este tema climático cae al último lugar.
Regresemos ahora a aquellas acciones individuales que suenan bien (y que incluso nos hace sentir bien), pero que no tiene repercusiones significativas. Lomborg cita las palabras del físico y matemático David MacKay (1967-2016): “No dejemos que nos distraiga el mito de que “todo ayuda”. Si todo el mundo hace un poco, solo conseguiremos un poco”. Por ejemplo, el autor cita aquellos que han llevado una verdadera cruzada contra el consumo de carne como si fuese algo simple o incluso deseable (el autor es de hecho vegetariano). Pero, como explica Lomborg, instar a todos los habitantes del planeta a que se conviertan en vegetarianos es de un etnocentrismo despiadado”. Añade el mismo autor:
“Ahora mismo hay 1.500 millones de vegetarianos en el orbe, pero solo 75 millones son vegetarianos por elección, como lo soy yo. La mayoría de la población es vegetariana sencillamente porque no puede permitirse comprar carne, y a medida que esa masa de gente salga de la pobreza, es muy probable que consuma cada vez más carne”.
Por ende, a futuro, lo que el autor recomienda es que, más que centrarse en dejar de comer carne, lo que se debe hacer es invertir en investigación y desarrollo de carne artificial o cultivada en laboratorio creada a partir de células de animales (como se ha hecho en Israel). Otro tema que adora el autor es la creencia, por parte de algunos, que la panacea es la adopción de coches eléctricos. De acuerdo con el autor un coche a gasolina emite 34 toneladas de dióxido de carbono a lo largo de 10 años de vida (lo que incluye la fabricación y eliminación del vehículo).
Por otro lado, los coches eléctricos emiten una media de 26 toneladas a lo largo de toda su existencia. El coche eléctrico, si bien no emiten dióxido de carbono, esto solo sucede mientras se conduce. Con esto, Lomborg quiere dar a entender que la fabricación de las partes de un coche eléctrico requiere de más energía que la de un coche a gasolina, sobre todo en lo que respecta a la batería. En palabras del autor:
“China, el mayor productor de coches eléctricos del mundo, posee tantas centrales eléctricas de carbón que estos vehículos empeoran el aire local, lo que conlleva unas consecuencias letales. Se calcula que en Shanghái, la contaminación generada por un millón de vehículos eléctricos adicionales mataría casi tres veces más personas al año que un millón de coches de gasolina adicionales”.
De acuerdo con lo dicho anteriormente, sustituir un vehículo por otro significaría la reducción de un 24% de las emisiones y no la eliminación de las emisiones. Por lo demás, sucede que la adopción de vehículos eléctricos no soluciona los principales problemas derivados de su circulación: accidentes y atascos. Por último, los coches eléctricos son caros y subvencionarlos es hacer un uso ineficiente de recursos escasos con usos alternativos. Basta con que la subvención se acabe para que la venta de estos caiga. Para finalizar con esta parte de soluciones que no funcionan, tenemos la idea de no viajar en avión y peor aún, deberíamos sentir vergüenza de hacerlo, como en más de una ocasión afirmó Greta Thunberg.
Pero como señalamos anteriormente, el tema climático no es de soluciones de “todo o nada” y que el mundo, con sus naciones y ciudades obladas por miles de millones de habitantes constituye sistema complejo que no admite soluciones simplistas y reduccionistas. En lugar de no viajar en avión, señala Lomborg, los esfuerzos deben estar puesto en mejorar la eficiencia energética de este transporte, así como también en el desarrollo de combustible más sostenible. El autor aborda otras recomendaciones que no son las más eficientes y eficaces, pero que el lector podrá abordar si desea leer el libro.
Lomborg cierra este capítulo 6 afirmando que su intención no es que no debamos sopesar nuestras decisiones personales en materia de, por ejemplo, alimentación y transporte. Su punto es que “el cambio climático no debería ser el argumento principal para introducir esos cambios, porque todas estas actuaciones logran un efecto muy limitado”. A continuación, añade: “Por mucho que deseemos lo contrario, las acciones individuales no resolverán el cambio climático”.
En suma, este es un libro interesante puesto que, si bien reconoce la existencia de un problema en materia climática del cual hay que ocuparse, se aleja de los relatos catastrofista y fatalistas que no ayudan en nada en el debate. El autor adopta un enfoque basado en políticas que deben ser evaluadas mediante un análisis costo-beneficio que nos permita decidir cuáles son las políticas óptimas, de manera que las soluciones no son de “todo o nada”. Es importante siempre considerar que nuestras decisiones no deben evaluarse considerando un lado de la moneda y omitiendo el coste de oportunidad que esta decisión conlleva. Recordemos que el futuro no es un guión que está escrito de antemano y que solo unos pocos tienen acceso a este nos depara. La adaptación, la creatividad, el ingenio y la capacidad innovadora del ser humano no debe ser subestimada.