2/3-Libro: “Falsa alarma. Por qué el pánico ante el cambio climático no salvará el planeta” (por Jan Doxrud)

2/3-Libro: “Falsa alarma. Por qué el pánico ante el cambio climático no salvará el planeta” (por Jan Doxrud)

Falsa alarma. Por qué el cambio ante el cambio climático no salvará el planeta”.

Aquí llegamos a otro punto importante y es que no existe una política única que pueda aplicarse a todos los países puesto que cada uno vive realidades diferentes (y en muchos casos radicalmente diferentes). Lomborg explica que, aunque los países ricos cesaran por completo sus emisiones, la cantidad global de este gas seguiría aumentando y lo mismo con la temperatura. Para ser más específico, aunque los países ricos cesaran por completo sus emisiones, la temperatura acabaría siendo 3,7°C menor a la que había en 1750, es decir, 0,4°C menos a la que habría si los países ricos no cesaran sus emisiones.

Los países en vías de desarrollo tienen el derecho a transitar por el camino hacia el desarrollo por el que transitaron también los países europeos, por lo que no sería justo que les impongan medidas verdes que atenten contra este desarrollo.  Como afirmó el ex presidente de Nigeria, Olusegun Obasanjo, en la Semana de la Energía de África 2023:

“¿Dónde está la justicia cuando utilizaron lo que (combustibles fósiles) estaban a su disposición, pero nosotros (los africanos) no podemos usarlo? Quieren mantenernos en la posición habitual del subdesarrollo. ¡Rechazamos eso!”

Lomborg propone 5 medidas para abordar este problema. En primer lugar, las políticas climáticas deben evaluarse en términos de costes y beneficios lo cual se traduce en calcular el precio de estas políticas comparado con los beneficios de aminorar las consecuencias del cambio climático. Por lo tanto, lo que se requiere son ajustes marginales, es decir, no tomar decisiones de “todo o nada”, sino que “más de esto y menos de lo otro”.

Debemos tener en consideración – como nos recuerda Lomborg – que el dióxido de carbono es el subproducto del progreso que permite a una sociedad tener acceso a energía barata y fiable. Esto, a su vez, le permite acceder a una serie de bienes y servicios que les posibilita llevar una vida más cómoda: calefacción, refrigeración, transporte, alimentos, etc. Como explica el autor, a medida que los países se enriquecen y su PIB aumenta, emiten más dióxido de carbono y, al depender de la actividad industrial, más energía emplean y más necesitan quemar combustibles fósiles como es el caso de China.

Ahora bien, el PIB es un indicador necesario, pero no suficiente para tener una idea del bienestar de un país, pero igualmente existe una correlación positiva entre este y el Índice de Desarrollo Humano. Aquellos países más desarrollados están en los primeros puestos en el Índice de Desarrollo Humano, el cual se encuentra vinculado con el PIB. Otro dato importante es que los países, a medida que se modernizan y se enriquecen, comienzan a contaminar menos, a depender de energías más limpias y tienden a tener una mayor conciencia y preocupación temas medioambientales. Tenemos que elegir y la elección que realicemos conlleva un costo de oportunidad.

El economista Wiliam Nordhaus ha calculado la incidencia total del aumento de la temperatura como porcentaje del PIB. La incidencia es negativa y – como señala Lomborg – si consideramos un ascenso de la temperatura de 4°C para el 2100 (la más probable a final de siglo sino se adopta ninguna política además de las propuestas por los gobiernos), la caída del PIB mundial sería del 2,9%. Como señale más arriba, estas no son elecciones de todo o nada, sino que ajustes marginales. En palabras de Lomborg:

“Debemos encontrar el equilibrio adecuado (…) Si nos centramos en exclusiva en el aumento del PIB mundial, corremos el riesgo de que las temperaturas suban hasta tal punto que os efectos negativos en nuestro bienestar superen con creces los beneficios que conlleve el crecimiento económico adicional. Sin embargo, si nos dejamos llevar por el pánico y nos empeñamos en reducir al máximo las emisiones de dióxido de carbono, es fácil que acabemos menoscabando hasta tal punto el bienestar humano que el perjuicio supere con creces los beneficios medioambientales que logremos alcanzar”.

Por ende, si se tiene pensado reducir las emisiones, se debe partir con la pregunta ¿cuál de todas? y no simplemente decidir reducir “todas”.  Este análisis basado en los costes y beneficios permite saber también aquello que no se debe hacer. Por ejemplo, tenemos el caso recién mencionado, esto es, la reducción de todas las emisiones lo cual haría que se disparen los costes.  

El autor ofrece una analogía para dar a entender que lo que se necesita es una vía media. Lomborg señala que las personas sensatas están de acuerdo con que se debe regular la velocidad de circulación de los automóviles. Lo mismo sucede con el cambio climático, ninguna persona razonable dirá que no se debe hacer absolutamente nada. Por otro lado, ninguna persona razonable defendería fijar el límite máximo de velocidad en 5 kilómetros por hora, aunque tal medida salvaría vidas, pero sería ineficiente y poco eficaz. Lo mismo sucede con el tema del clima: no vamos a reducir todas las emisiones a cero ya que el costo económico sería alto, y afectaría negativamente – y de manera desigual – el bienestar de las personas. En palabras de Lomborg:

“Cuando los activistas del clima exigen una reducción inmediata y drástica del dióxido de carbono que se emite en todo el mundo, en el fondo están defendiendo algo equivalente a un límite de velocidad de cinco kilómetros por hora. Es una reivindicación ridícula, al menos para cualquiera que tenga que ir a trabajar en coche cada amañan”.

En virtud de este análisis que considera los costes y beneficios, Lomborg propone un impuesto global a las emisiones de dióxido de carbono. Esta medida sería más eficaz que, por ejemplo, adoptar una medida radical consistente en prohibir el uso de combustibles fósiles. La razón es que el coste de oportunidad es renunciar a los beneficios que supone el uso de combustibles fósiles. En segundo lugar, el establecimiento de un impuesto global es más eficaz que establecer normativas y regulaciones ya, que, como afirma el autor, “habría que regular casi cada fracción minúscula de la economía”. Sumado a esto las regulaciones terminaría por sofocar a las empresas y aumenta la burocracia.

Teniendo claro lo anterior, Lomborg explica que un impuesto a las emisiones logra incorporar en los precios aquellos costes que no se ven reflejados debido a la falta de ese impuesto. Por ende, el consumidor deberá pagar más por aquellos alimentos que implican grandes emisiones de dióxido de carbono, por ejemplo, en su fabricación, procesamiento, transporte, etc. Por otro lado, tal impuesto también incentivará la innovación con el objetivo de no depender de este tipo de energía. William Nordhaus también destaca consecuencias positivas de la introducción de un impuesto:

1-Envía una señal a los consumidores sobre qué bienes y servicios son los que contaminan más.

2-Envían una señal a los productores sobre que inputs del proceso de producción utilizan más carbono.

3-El merado incentivaría a inventores, innovadores e inversores a destinar recursos para financiar la investigación, desarrollo y comercialización de productos y proceso que más amigables con el medio ambiente.

Ahora bien, cabe preguntarse cuál es la tasa óptima para gravar las emisiones de carbono y, para ello, el autor se sirve del modelo del economista William Nordhaus.

Limitar el aumento de la temperatura a 3,5°C en 2100 reduciría el coste total de los daños – producto del cambio climático – de 140 a 87 billones de dólares. Si quisiéramos que ese límite fuese 2,9°C el impuesto al carbono sería más elevado, lo que nos lleva a la pregunta sobre cuál es el equilibrio óptimo entre reducción del daño y el coste, en término de bienestar, de la aplicación de esas políticas contra el cambio climático. En palabras de Lomborg:

“Para que el debate sobre el cambio climático sea más sensato y pragmático, debemos tener en cuenta que hay que pagar precios: el coste de los efectos del cambio climático y el coste de la política contra el cambio climático. Reducir el aumento de la temperatura implica incrementar el coste de esa política”.

William Nordhaus

Volviendo a lo anterior, tenemos que, si queremos limitar el aumento de la temperatura a 3,5°C en 2100, el autor señala que la forma más eficaz de alcanzar tal meta es con un impuesto por valor de 36 dólares por tonelada de dióxido de carbono. Esta cifra iría aumentando a lo largo del tiempo hasta alcanzar los 270 dólares por tonelada a fin de siglo. Sobre esto comenta el autor:

“Con la limitación en 3,5°C, el coste de los daños causados por el cambio climático ascendería a 87 billones de dólares, mientras que el coste de las políticas para contener el cambio climático sería de 21 billones de dólares, lo que supondría un coste total de 108 billones de dólares: este es el precio combinado más bajo que podemos conseguir a escala mundial”.

Como pudo haberse percatado el lector, la propuesta del impuesto global a las emisiones de dióxido de carbono parece ser difícil de alcanzar. Lomborg es consciente de ello y llega a señalar que solo es viable en un mundo de fantasía. Ni siquiera entre los diferentes estados que conforman los Estados unidos sería posible implementar una tasa uniforme.

Un segundo camino es la de buscar soluciones inteligentes para el cambio climático, específicamente, invertir en innovación ecológica. Como he señalado en otros artículos, los profetas del fin del mundo que han existido a lo largo de la historia realizan predicciones erróneas puesto que adoptan suposiciones erróneas. En primer lugar , asumen como constantes aspectos que no lo son. En segundo lugar, asumen, erróneamente, que las relaciones entre variables son lineales y deterministas. En tercer lugar estos agoreros creen que el futuro “es solo” una versión magnificada del presente (falsa extrapolación + sesgo optimista/pesimista).

Por último, estas personas ignoran la incertidumbre, la previsión humana, su creatividad y la mencionada capacidad para innovar. En palabras del autor:

“Siempre hemos subestimado la capacidad para innovar. Antes del cambio de siglo, cundió el temor de que todo Londres quedara cubierto de estiércol por el uso creciente de los coches de caballos. La innovación nos trajo el coche a motor. Hoy en día viven en Londres ocho millones de personas, y por sus concurridas calles no se ve estiércol”.

Pero sucede que no se han adoptado soluciones inteligentes y, en cambio, se han optado por tecnologías como paneles solares que, en palabras de Lomborg, se ven bien en las fotos y dan la sensación de que se está haciendo algo, pero el problema es que son ineficientes. Detengámonos en este tema de las energías renovables.  Lomborg se adhiere a las palabras del físico y climatólogo, Jim Hansen, quien afirmó que insinuar que las energías renovables nos permitirán abandonar rápidamente los combustibles fósiles es como creer en el conejo de Pascua. De acuerdo con Lomborg, en 2020 los paneles solares y aerogeneradores solo aportan el 1,1% de la energía mundial y, según la Agencia Internacional de Energía, estas dos fuentes de energía cubrirán menos del 5% de las necesidades energéticas mundiales en el 2040.

Sumado a esto, el autor afirma que, en el caso europeo, las fuentes de energía renovable habían aumentado desde el cambio de siglo del 6% al 14%. Pero sucede que la energía eólica y solar solo representaban el 2,7% de toda la energía, de manera que la mayor parte provenía de la biomasa o quema de madera. La Unión Europea considera la biomasa como combustible libre de dióxido de carbono porque supone que los árboles se vuelven a plantar y absorberán el dióxido de carbono. Pero sucede que este combustible está conectado con otras industrias como la del transporte, ya que la madera se importa desde Estados Unidos y son transportados por barcos propulsados por gasóleo emitiendo más dióxido de carbono que la quema de carbón.